Con la introducción de las armas de fuego, uno de los primeros ejércitos en adaptarlas de manera eficiente, fue el español. Las primeras armas de fuego -espingardas- ya demostraron su eficacia en las batallas de Ceriñola y Garellano, dando a Gonzalo Fernández de Córdoba; el Gran Capitán, dos importantes victorias sobre las tropas francesas en el sur de Italia a comienzos del siglo XVI.
Sin embargo, estas primeras armas eran poco precisas y además eran lentas de cargar, ya que para realizarlo, había que introducir pólvora que estaba almacenada en un cuerno, dentro del cañón. Esto acarreaba un peligro, ya que la cantidad de pólvora volcada dentro del arma dependía del criterio personal de cada soldado, por lo que los fallos del arma y los atascos eran algo frecuente. Esto hacía que algunos generales como el Duque de Alba, las considerase ineficaces a una distancia inferior a los 50 metros por su lentitud en la carga.
Para acelerar la recarga, y aumentar la seguridad, los arcabuceros llevaban en una bandolera en el pecho, doce tubos con la pólvora exacta para los disparos. Estos tubos,
fueron llamados por los soldados como los “Doce Apóstoles” debido a su número. Con estas cargas, la eficacia de las mangas de arcabuceros mejoró considerablemente y convirtió a las armas de fuego en la clave de las victorias españolas a lo largo de los siglos XVI y XVII.
En palabras de Carlos V: “La suerte de mis victorias, reside en las mechas de mis arcabuceros españoles”.