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La idea de la fortificación, como sabemos, no fue un hecho puntual y exclusivo del Medievo. Si bien es cierto que en esta época, debido a las fuertes tensiones políticas y religiosas, la proliferación de castillos y fortalezas se hizo más notoria. Los motivos son obvios: defenderse del enemigo en un lugar custodiado por altos muros y la adaptación de las armas al mismo.
Las primeras fortificaciones nos llegan desde Egipto en época Dinástica, al menos las descubiertas hasta la fecha. En un principio, eran empleadas como aduanas y límites físicos entre las fronteras de dos estados. En esta época, el uso de la piedra ya estaba estipulado como el material constructivo por excelencia, hecho que perduró hasta Roma. Entrados en la Alta Edad Media, el uso de la piedra se vio relegado por el de la madera. Su uso como material defensivo pronto se devaluó, por suerte para los señores feudales sus «ingenieros» se dieron cuenta del frágil poder defensivo que ofrecía. Volvieron a instaurar la sólida piedra entre sus muros para el desarrollo de la poliorcética.
Aunque para entender el funcionamiento de un castillo, deberíamos empezar por diferenciarlo de la fortaleza. Las características comunes entre ambas edificaciones son evidentes: el carácter defensivo va implícito, así como el uso de la piedra como material constructivo. En el caso de los castillos se añade algo más: era el lugar de residencia del señor feudal. España supo unificar a la perfección ambos conceptos, mucho más que en el resto de Europa. El proceso de Reconquista que se instauró en la Península Ibérica convirtió las fortalezas en verdaderos centros militares y en límites de avanzadilla fronteriza: «hic ego sum«.
Lo más reseñable de los castillos españoles era el lugar elegido para su construcción, mientras que en el resto de Europa se utilizaba la llamada «Mota Castral«, para elevar en montículo el enclave, en España se empleó la orografía natural y escarpada del terreno para conseguir dicha elevación y, así, la vigilancia a distancia necesaria. El castillo peninsular poseía en planta unas características comunes: cerca con foso, barbacana, murallas cortina, patio de armas y la Torre del Homenaje. La Cerca es el nombre con el que se designaba al recinto amurallado en sí mismo, en la parte superior del grueso muro se abría el «adarve» o pasillo de vigilancia. El remate decorativo de la cerca y, gran parte del enclave castrense, eran las «almenas«, su sentido se deriva de los famosos «merlones» árabes (Puerta de San Esteban de la Mezquita de Córdoba), los cuales al mismo tiempo devenían de los remates mesopotámicos. Entre las almenas se alternaban las troneras para disponer los calderos y las armas de defensa desde lo alto de la muralla. En torno a la parte de acceso inferior de la cerca se abría en una franja el foso excavado de forma artificial.
La Torre Barbacana respondería a la finalidad de pórtico de acceso al recinto, resaltaría sobre el resto de la muralla por altura y por una decoración más acusada. En la entrada se hallaría el «rastrillo» o «peine», la reja de hierro forjado cuyo remate inferior estaría realizado en acusadas puntas para clavarse en el suelo y reforzar la defensa del puente levadizo. Tras cruzar la barbacana, el acceso se abriría paso al Patio de armas, donde el ejército se establecería en todo su esplendor. Es interesante ver cómo cada una de las construcciones de la Edad Media disponía de un patio central, el cual se encargaba de articular todas las estancias importantes del complejo. Los monasterios medievales tenían sus claustros, en el caso de los castillos eran los patios de armas. Entre las estancias en torno al patio destacarían la propia capilla del castillo. Los hombres nobles del Medievo debían estar en contacto con la divinidad, pues gracias a sus acciones pías se mantenían los conventos y monasterios de entonces, así como todas y cada una de las campañas militares llevaban el beneplácito divino detrás. También la Sala de Embajadores o de recepciones, un lugar plenamente político y de gran importancia para forjar alianzas entre los grandes señores feudales. La armería y la herrería como parte fundamental del desarrollo defensivo, así como el acceso a las mazmorras.
Quizás el edificio más importante del castillo sea la Torre del Homenaje. Su nombre viene del singular rito feudal del «Homenage» o el «auxilium et concilium«, tal y como recogían las crónicas. El acto consistía en el contrato de servidumbre entre un señor feudal y su vasallo. El vasallo no tenía por qué ser un campesino, podía ser un noble. Aquel que iba a desempeñar la función de vasallo se desarmaba, juntaba sus manos entre las de su señor, en señal de posesión y alianza. El señor besaba en los labios a su nuevo vasallo como firma por la nueva amistad, aunque en España no se tiene constancia de este paso. En España tenemos el caso del Cid, el cual, como cualquier buen vasallo, habría hecho este juramento a su señor Alfonso VI. Tras el momento de fidelidad, llegaba el juramento sobre la Biblia o alguna reliquia sagrada, en donde se prometían vasallaje pleno. Quien violase este juramento sería exiliado o condenado a muerte. Sólo se tomaba juramento a aquellos que eran libres por derecho, en algún caso puntual a mujeres nobles, menores, pero sobre todo clérigos. La Torre del Homenaje era el edificio más prominente del enclave, de mayor altura que el resto de muros, así como la parte central de todo el complejo. Era la residencia del señor, donde estaban las estancias más importantes de todo el castillo. En caso de ataque todos se refugiarían en su interior para salvar los víveres, los animales y la vida de los señores. Desde fuera sobresalía un pequeño balcón llamado «matacán«, desde el que el señor salía para animar a la batalla a sus tropas y pasar revista. Pero el interior funcionaba de una manera tremendamente útil. Articulada en distintos pisos, el inferior se destinaba a las cuadras donde dormían los animales, el siguiente en altura se destinaba al almacén de víveres. Los sucesivos a las salas y habitaciones de los nobles y, por último, la estancia de los señores. Esta disposición de los pisos no era azarosa, sino que respondía a un sentido térmico: los animales emitían un calor que calentaba el resto de pisos hasta que todo se concentraba en el superior.
Otros elementos auxiliares de los castillos eran las Torres Albarranas y las Atalayas. Las primeras eran torres adelantadas conectadas a la murallas por arcos o puentes. Y las segundas eran torres exentas cuya función era meramente de vigilancia. Todo funcionaba a la perfección, dentro del orden caótico del día a día, las fortalezas entregadas a la defensa de los ideales del Medievo.