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La gran pregunta que todo historiador del arte antiguo debería hacerse sería si realmente podríamos hablar de “arte” en la Antigüedad. Posiblemente si tuvieramos la suerte de volver hacia atrás y coincidir con un sumerio, un egipcio o un eblaíta, su respuesta sería un rotundo no. De hecho el término “arte” sería para ellos una palabra muy difícil de traducir, un concepto inexistente y de finalidad dudosa.
Esta realidad no tiene por qué consternarnos, de hecho, es bastante fácil de entender. Si se nos pidiese buscar un único ejemplo de obra antigua que no estuviese involucrado con la religión, nos sería imposible encontrarlo. La verdad radica, en que toda la vida de estos antiguos moradores giraba en torno al mismo tema: todo por y para los dioses. Dicha idea, coligada con el desarrollo del ámbito social, debe ser explicada de una forma lo más “plástica” posible.
Imaginemos un entorno hostil, donde la naturaleza podría vencerles con cada paso. El agua actuaba como un ser caprichoso dentro de su imaginario, origen de vida, pero letal y descontrolada. El día iba seguido de la más oscura de las horas, preludio de la muerte. El cielo, todos los días, ocultaba a su mayor protector, el sol, y parecería que fuera a resquebrajarse con las tormentas. Y ese ser brillante, que hoy en día igualmente nos ciega y quema, permitiría a la naturaleza desarrollarse para alimentar al ser humano. En un mundo donde aún no se había inventado la escritura, donde el comercio carecía de entidad. Este ambiente no debía ser precisamente el más halagüeño de todos. Pero había que dotarles de un nombre, y por qué no, si los seres humanos eran capaces de sentir y ser igual de impulsivos que la naturaleza, cómo no iba esta a ser parte de ese carácter humano que los representaba.
En el nombre ya se dio el primer paso hacia la idea de la posesión, así como al deseo humano de controlar algo mediante una orden. Si nombras, posees. Pero ese ser humano, cohibido por la naturaleza, se sentía inferior y desamparado. Sabía que algo superior a su control podía, en cualquier momento, destruirlo. Debía conocer a su “adversario” o “protector”, según las circunstancias, y fue ahí donde surgiría la necesidad humana de crear un ambiente ficticio de protección. Hacer liviana la realidad con una mentira necesaria.
Algo que tuvieron en común todas las religiones de la Antigüedad es que sus dioses eran señores asociados al ámbito de la naturaleza, en todas sus facetas. Las creencias de todos estos pueblos primitivos comenzaban a evolucionar y, en sus productos manufactureros, dejaron constancia del paulatino desarrollo que estas iban cobrando. La mente se iba perfeccionando, del trazo recto al curvo, del geometrismo puro al figurativismo animal y, por último, al concepto del ser humano representado. Encontramos unos denominadores evolutivos comunes dentro de todas esas civilizaciones antiguas: la naturaleza fue la primera inspiración “divina” -el agua es el elemento más representado por su carácter vital-, luego los dioses fueron adquirieron una cierta preeminencia animal y, por ultimo, llegaron a ser entendidos a imagen y semejanza de los propios humanos.
Los casos más claros de la influencia religiosa en el arte son los templos. Podemos considerarlos los ejemplos pétreos más evidentes de cómo concebían el Cosmos y, al mismo tiempo, la relación directa entre el ámbito divino y el humano. Desde el Antiguo Egipto hasta nuestros templos en la actualidad se han ido condensando las distintas partes de nuestro mundo, según su correspondencia arquitectónica y espacial dentro de los enclaves templarios. No incidiremos, por ahora, con gran detenimiento sobre estos aspectos, ya que más adelante, nos detendremos en estudiar a fondo algunos ejemplos de la Antigüedad y la Edad Media. Pero por el momento, al lector, le sugerimos que detenga su mirada por un instante en los capiteles de una catedral, las bóvedas de crucería de la misma o, por otro lado, las representaciones arquitectónicas que conllevan el conjunto de los órdenes clásicos. La naturaleza es la gran fuente de inspiración para estos lugares sacros, de lo que deducimos por lo anteriormente explicado, que la naturaleza estaba privatizada, es decir, no pensada para ser parte del entendimiento humano, y de hacerlo, siempre desde la veneración del misterio divino.